La búsqueda de nuevos retos que alcanzar y superar siempre ha sido algo que el ser humano, ávido de aventura, ha inspirado desde tiempos inmemoriales; las hazañas que unos u otros antaño lograron han marcado siempre un camino y un estilo de vida que algunos amaran u odiaran por igual. Sin embargo, en el anhelo por llegar a la meta soñada, más intensa es la satisfacción de aquellos minutos que percibimos DURANTE el camino hacia esa meta. Así es como se sintió este barcelonés al posar sus pies en el techo de Noruega: muerto pero al mismo tiempo, saboreando tal glorioso momento.
Podría empezar mi relato por la parte en que me encontré ante majestuosas montañas completamente nevadas mientras una paz y una serenidad me envolvían en un silencio majestuoso. Podría. Pero tal vez sería mejor relataros desde el principio, cuando los pensamientos, intenciones y sueños se convierten en planes, y a su vez estos se tornan en realidad. Así aconteció mi aventura en el Galdhøpiggen.
Este lugar bautizado de forma tan difícil de pronunciar para algunos, es el nombre que recibe la montaña más alta de Noruega y del Norte de Europa, con sus más que respetables 2469 metros de altura por encima del nivel del mar, situada en el extenso parque nacional de Jotunheimen, no muy lejos de la ciudad de Lom.
Ésta, junto a la montaña de Galdhøe (2283 metros) y Kjellhøe (2223 metros), conectadas a modo de cordillera y al mismo tiempo, rodeada por los imponentes glaciares de Styggebreen, Storjuvbreen y Svellnosbreen, forman uno de los paisajes más espectaculares y a la vez más agrestes y salvajes de toda Noruega, por lo que es más que notable destacar que se trata de un destino con bastante afluencia de turismo y por supuesto, muy recomendado por el Den Norske Tursitforenging -o DNT- (Asociación de Turismo Noruego), de la cual soy miembro y por ello valedor de suculentos descuentos en material, en alojamiento en las múltiples cabañas a lo largo y ancho de toda Noruega y ofertas de viajes a través de los incontables senderos noruegos, todos señalados con la famosa T.
El plan inicial era llegar a Hamar desde Elverum, tomar el tren de Trondheim y viajar hasta Otta donde una vez allí tomaría un bus que me acercaría a Lom y a su vez, otro que viajaría hasta el inicio de la excursión: Spiterstulen. Una jornada que ocuparía gran parte del día entre escalas y transbordos que, según Google Maps, sería de unas siete horas en total. A decir verdad, no me preocupaba el tiempo que pudiera invertir, ya que contaba con el fin de semana entero para ir desde mi ciudad de residencia hasta el Galdhøpiggen y regresar. También es cierto que para llegar a la montaña uno podía iniciar el camino desde otros lugares, por ejemplo desde el Juvasshytta, un recorrido más corto y más plano aunque no menos arriesgado puesto que el camino pasa forzosamente a través del majestuoso glaciar de Styggbreen; a fin de no arriesgarme en mi primera incursión a la zona opté por la primera opción, un recorrido más largo (según el mapa, cinco horas de ida y dos horas y media de regreso a Spiterstulen), algo más inclinado que el resto pero con menos opciones a encontrar hielo y nieve.
Tras mi visita a la tienda del DNT en Oslo, dos semanas antes, donde pude comprar un mapa de la zona de la cordillera y algunas raciones de comida liofilizada, empaqué mis cosas en la mochila y me procuré de la tienda de campaña del Decathlon (esas tiendas que se despliegan en dos segundos. Algunos dirán que se llama así por el tiempo de despliegue, otros dirán en tono jocoso que ese es el tiempo que tarda el cerebro en sufrir una aneurisma al tratar de plegarla de nuevo, almenos la primera vez). Total: un monstruo de mochila que arrastrar por todo aquel trayecto. Nunca he sido de quejarme… hasta la fecha. Ya vendría ese momento posteriormente, pero no adelantemos aún acontecimientos.
Sin más dilación puse rumbo a Hamar, donde esperé a que el tren viniera puntualmente (como suele suceder en Noruega) y viajé cómodamente entre el suave traqueteo hasta llegar a mi primera parada. Luego enlacé con el bus para ir al siguiente destino y al llegar y tras posar mis pies en el maltrecho asfalto de la parada de autobuses del municipio de Oppland, me percaté de que el último transporte para poder llegar a Spiterstulen ya había pasado y ya no habría otro hasta el día siguiente a primera hora de la mañana, por lo que decidí montar mi tienda en la zona de acampada de Lom para poder pernoctar allí.
Puesto que era algo temprano para descansar, aproveché para hacer lo que más me gusta: Turismo.
Lom
Lom es, tal como he indicado anteriormente, un pequeño y turístico municipio situado en la provincia de Oppland, que cuenta con mas de dos-mil habitantes y mucha historia a sus espaldas, no solo durante sus tiempos más remotos cuando el rey Olaf Haraldsson II pisaba estas tierras sino actualmente también por ser testigo de la Historia más contemporánea: en abril de 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, Lom fue bombardeada por la Luftwaffe dos veces como represalia a la reclusión de soldados alemanes por el ejercito noruego en su campo de prisioneros ubicado en la misma ciudad.

La señal de Interés Turístico Nacional. Foto: Bruno Aldrufeu Quiñonero
Ésta se halla rodeada de verdes montañas, paisajes espectaculares y repleta de lugares marcados con la señal que indica destino de Interés Turístico Nacional (Nasjonale Turistveger), como la carretera del Sognefjellet o la Iglesia de Madera de Lom (Lom Stavkirke), un edificio de carácter religioso construido en el año 1158 y ampliado en el 1667 con sus posteriores restauraciones, convirtiéndose en una atracción turística de valor incalculable.
Uno también puede encontrar los puentes (uno viejo de madera y otro construido en ladrillo) por donde pasa el rio Bøvra, de aguas turquesas y desde donde se puede admirar la cascada de Prestfoss, sin duda un regalo para la vista de todos aquellos que están de paso por este lugar. Todo eso y algunas atracciones más hacen de esta pequeña parte del oeste noruego, una de las zonas más bonitas y conocidas.
Después de haber deambulado por el centro de Lom y habiéndose hecho algo tarde (pero no oscuro, de hecho eran las once de la noche y seguía habiendo claridad), decidí cenar un poco de comida calentada a base del fogón, tomarme un buen café e irme a descansar unas horas, concienciándome de la dura jornada de mañana.
Inicio del camino a Galdhøpiggen
Tras avanzar por la carretera 55 del Sognefjellet, un precioso camino bordeado por el río y rodeado de montañas, campos de pasto y cabañas noruegas al estilo «Abuelito de Heidi», el autobús llegó finalmente a Spiterstulen, un valle bajo las imponentes montañas nevadas situado, a 1100 metros por encima del nivel del mar, en el que contaba con un hotel conformado por diversas y rústicas cabañas, donde los turistas y residentes de éste inician la marcha hacia lo más alto del techo de Noruega.
No hacía muy buen tiempo y eso era motivo de preocupación: Aunque comprobé el parte meteorológico durante el día anterior y afortunadamente no se preveía nieve, aquel lugar me recibió con una niebla sorprendentemente densa, acompañada de ligera llovizna que no cesó durante toda la jornada, aunque eso aún estaba por ser averiguado.
Después de comprobar todo mi equipo, me puse en marcha y tras cruzar el puente de inicio al sendero, comprobé que éste no hacia más que subir y subir a través de la agreste montaña compuesta de roca granítica de diverso tamaño que hacía el camino realmente irregular y una trampa perfecta para los ávidos fisioterapeutas que podrían engrosar la lista de pacientes con esguince de tobillo.
Inicio del sendero. Foto: Bruno Aldrufeu Quiñonero
En estos casos, la Ley de Murphy siempre impera: «Si puedes esperar que la cosa empeore, no te preocupes, va a empeorar«. Era terrible ver como cada paso en el que uno creía difícil, empeoraba drásticamente al anterior: Cuando ya creía que la pendiente no podía ser más aguda, me topaba con un terreno aún más desnivelado, con más nieve (hundiéndome hasta la cadera), más niebla (no se podía ver con claridad pero juraba, por observación directa sobre el resto de turistas que subían, que a escasos metros de distancia a mi derecha había un inmenso tobogán de nieve que me haría caer cuesta abajo si no vigilaba. A mi izquierda, el abismo de 2300 metros de altura).
La situación se estaba volviendo preocupante y lo peor de todo, peligrosa: Estaba cansado y asustado, fruto del titánico esfuerzo al tratar de avanzar cuesta arriba, de no ver absolutamente nada a mi paso a causa de la niebla y de la tormenta de nieve que hacía acto de presencia en la etapa donde estaba siendo más duro progresar, congelado por el frío debido a la temperatura que disminuía progresivamente y por tener los pies totalmente mojados por la nieve que había entrado en mis botas, pero sobretodo, por la creciente y preocupante frustración al ver que apenas había progresado unos pocos metros en muchas horas mientras veía como otros excursionistas que anteriormente me avanzaron, ya habían coronado la cima y volvían, regresando hacia Spitertulen. El fantasma de la rendición empezaba a revolotear en mi cabeza y temía que si daba media vuelta y regresaba al valle, podría resbalar o caer y romperme la crisma. Pero algo insólito ocurrió…. de repente, empecé a recordar a ciertas personas, seres queridos y amigos, pero en concreto, una frase que alguien muy sabio me dijo una vez y eso me alentó, logrando que sacara fuerzas de flaqueza para levantarme del abatimiento y la nieve y pudiera proseguir mi camino a pesar de las circunstancias e inclemencias.
Finalmente, logré llegar al último tramo antes de llegar a la cima, solo que aún no lo sabía pues la niebla allí era aún más densa e imposibilitaba divisar las rocas con las señales del camino, tan solo habían clavados varios bastones, hundidos en la blanca nieve, aunque era tan difícil verlos que para ver el siguiente debía avanzar bastón a bastón. Me preguntaba una y otra vez cuánto podría faltar hasta que finalmente, empecé a divisar la forma cuadrada de la cabaña. ¡Por fin! La tenia justo en mis narices y de la emoción me arrodillé exhausto (sí, amigos, en este momento no me da ningún tipo de rubor confesarlo: lloré de alegría en ese instante). Logré llegar finalmente a Knut Voles Hytta: había llegado a la cima del Galdhøpiggen en unas extenuantes y eternas casi nueve horas.
La cabaña fue bautizada con el nombre del primer excursionista y escalador que llegó a la cima, Knut Olsen Vole en 1850.

Knut Olsen Vole. Foto: Geni, a My Heritage Company (webside)
Dicha construcción, originariamente de piedras amontonadas una a una, fue siendo ampliada con paneles de cristal hasta adquirir la forma actual y recibe a todos aquellos que se aventuran hasta la cúspide y por un módico precio sirven comida y bebida para recuperar fuerzas, o merchandising de la montaña y como no, el libro de firmas donde uno podía rubricar y dejar el testimonio de su presencia en aquel lugar. Lejos de ser una cabaña abandonada donde la gente se puede cobijar bajo una tormenta, en aquel insólito y apartado lugar vive un joven noruego llamado Espen, un estudiante de Sociología que vive aislado a 2469 metros de altura, trabajando en la cabaña y de vez en cuando (normalmente una vez cada ciertas semanas en temporada invernal, cuando el turismo cesa casi por completo) baja por su propio pie a la ciudad más cercana. Me estuvo contando que él, debido a su trabajo, atendiendo a los turistas, nunca abandona la cabaña en época estival, o que todo -la comida, bebida y productos que vende-, se los hacen llegar mediante helicóptero, historias de la cabaña u otros temas más bien poco trascendentales. De una más que alegre tertulia que se postergó hasta las nueve de la noche (hora de cierre de la cabaña para que el noruego cenara y se fuera a dormir), surgieron perlas de humor increíble como estas:
-Perdona Bruno, es que le voy a enviar un mensaje a mi novia.-
-¿Ah, tienes novia? ¿Y viene mucho a verte?-
-¡No, ODIA LA MONTAÑA!- (Consiguientes carcajadas hasta llorar)
-Si, ahora estoy estudiando Sociología, concretamente un máster.-
-¿Eres sociólogo?-
-Si, espero terminar el máster en breve.-
-Joder, que extraño es encontrarse con un sociólogo que vive en el lugar mas recóndito! ¿Te cae mal la gente?- (Otra dosis de carcajadas)
Mientras duró mi estancia allí, aproveché para secar la ropa con la cálida temperatura de la cabaña, comer un poco para recargar las pilas tras la extenuante jornada, cargar el móvil y comunicar a mis padres y a mi abulense predilecta que había llegado y seguía vivo, por ahora (sí, la cabaña cuenta con electricidad y Wi-Fi, por increíble que parezca, gracias a las placas solares y a la antena parabólica en el exterior de ésta), tomar unas fotos junto con Espen, firmar el libro de visitas y de paso adquirir una camiseta, un pin y el certificado que acreditaba mi llegada a la cúspide (esto último obsequiado por Espen, agradeciendo la compañía y las risas).
Tras salir al exterior, instalé mi tienda de campaña junto a la cabaña, guardé todas mis pertenencias en ella y tomé unas pocas fotografías del instante en el que posé mis pies en el punto físico más alto de toda Noruega, junto al monumento conmemorativo (solo pude tomar unas pocas, ya que la niebla imposibilitaba semejante empresa). Aunque el sol seguía en el cielo, tapado por el manto blanco, se iba haciendo tarde, por lo que decidí volver a la tienda para pernoctar bajo el sol en la montaña.
Mi buen amigo Toni, me enseñó que es de buen juicio guardar en la zona de los pies en el interior del saco de dormir, todas aquellas cosas que al día siguiente uno quiere que se hayan mantenido calientes y secas, aparte de desvestirme y quedarme en calzoncillos dentro de éste (dormir vestido dentro de un saco de dormir es un gran error, porque se transpira y la temperatura corporal desciende, algo peligroso en un entorno de montaña y con unos pocos grados bajo cero en el exterior). Finalmente me descalcé y desvestí, dejando mis botas y los calcetines completamente empapados, los pantalones, el chubasquero y la mochila a mi lado, metiendo en el saco de dormir una nueva muda de calcetines, el pasamontañas, la chaqueta polar y el teléfono móvil completamente cargado, preparándome para dormir con plena claridad a la intemperie de la montaña nórdica.
Descenso y vuelta a Spiterstulen
¡Qué «noche» más terrible pasé!. Dejó de nevar y empezó a lloviznar durante toda la noche entre sibilantes y continuas ráfagas de viento in crescendo que amenazaban con hacer volar la tienda, conmigo dentro, montaña abajo. Mis pies permanecieron fríos y húmedos durante toda la noche y me desperté completamente frío y cansado, fruto de las pocas horas de sueño profundo debido a la creciente preocupación por la posibilidad de salir volando. Fue entonces, cuando al salir, me di cuenta de que toda la tienda estaba congelada debido a la incesante llovizna del día anterior y al descenso de la temperatura. Y no solo eso: todo lo que no fue guardado en el interior del saco de dormir, estaba completamente congelado; botas, calcetines, pantalones, chubasquero y mochila crujían y permanecían completamente rígidos por la escarcha acumulada. ¡No imagináis cuán grimoso es ataviarse con ropa congelada aunque por fortuna dispuse de la otra que había guardado en el interior del saco y ésta me proporcionó algo de confort!.
Tras empacar todo y liar el petate, me paré a observar el panorama y era increíblemente espectacular: la niebla había escampado y podía divisar toda la cordillera desde lo más alto, con unas vistas impresionantes. Mientras trataba de contactar con mis seres queridos de forma funesta (debido a las bajas temperaturas, el teléfono móvil se apagaba una y otra vez) y me tomaba «El Mejor Café del Mundo», pude paladear unos momentos que nadie ni nada podrá arrebatarme mientras viva; fue un instante perfecto envuelto en un silencio majestuoso, congelado en el tiempo. Tan congelado como el terreno, pues lo que la jornada anterior era nieve, hoy era duro y resbaladizo hielo. Razón por la cual decidí usar los grampones que resultaron ser de lo más útil: Lo que tardé de forma faraónica al subir, se convirtió en un mero paseo en la bajada, permitiendo recortar tiempo en el descenso con respecto a la ascensión.

Instantes que quitaban el hipo. Foto: Bruno Aldrufeu Quiñonero
Con el trayecto carente de niebla y tormenta, pude comprobar cuán exagerado había sido mi sufrimiento durante el día anterior y pude disfrutar del paseo en desnivel negativo, dejándome llevar por la gravedad, aunque podría asegurar que la misma no ayudaba mucho en las áreas de guijarro, piedras y rocas irregulares que bañaban el camino. Fue en una de esas zonas donde me topé con el elemento más humillante, no solo como deportista sino como persona que tolera bastante bien el dolor y el cansancio:
Un hombre, acompañado de su mujer, subía alegremente por el monte, con cierta premura, sin apenas sudar, acompañados por su hijo de ocho años, subiendo cada peldaño y cada roca como si fuera un gamo. Por si no fuera suficientemente sonrojante que un niño tan pequeño pudiera subir tan fácilmente aquello, aún más vergonzoso para mí fue comprobar que aquel padre sonriente, se detuvo para preguntarme como había ido y percatarme de que estaba realizando la excursión DESCALZO (Sí, lo habéis leído bien, descalzo).
Al darse cuenta de mi perplejidad, el hombre me comentó sin perder la sonrisa que llevaba haciendo aquello desde que era pequeño y solía ir al Galdhøpiggen «cada dos fines de semana o cuando tenía tiempo libre». Estos noruegos juegan en otra liga.
Tras intercambiar algunas palabras con aquel hombre, que prosiguió raudamente su camino, continué yo el mío, topándome con otros excursionistas de frente, mirándome con cierto asombro al ver la tienda de campaña y con aún más asombro al averiguar que había pernoctado, solo, en lo más alto. El esfuerzo valió la pena.
Finalmente, tras cuatro horas de trayecto de regreso y con las rodillas tremendamente doloridas, llegué a Spiterstulen con el suficiente tiempo para comer un poco y descansar hasta que el bus me pudiera llevar a Lom para posteriormente proseguir mi camino hasta Elverum, aprovechando también para comunicarme con mis allegados con el Wi-Fi del bus, ya que no había cobertura en aquel valle. Mientras el traqueteo del tren lograba mantenerme soñoliento a causa del cansancio y el incipiente dolor de piernas y espalda, recordaba cada instante de aquella excursión y pensaba en las valiosas lecciones que me enseñó la montaña:
- No volver solo jamás. No solo es peligroso sino que además, con compañía se disfruta mucho más de esos momentos. Como ya habré parafraseado diversas veces a Christopher J. McCandless: «La felicidad solo es real cuando se comparte«
- No volver con tanto peso a cuestas.
Es más que posible que, queridos amigos y seguidores de Taza de Pizarra, hayáis llegado hasta aquí y aún os sigáis preguntando qué frase fue la que me inspiró a seguir. Pues bien, el autor de aquella epifanía fue mi padre; mi seguidor número uno en esta página, pero sobretodo, mi inspiración y mi modelo a seguir. Él escribió esa frase a modo de comentario en mi anterior post y al recordarla, me sirvió para alentarme, para levantar mi dolorido trasero de la nieve y vencer al miedo: porque el miedo es un gran motor o un gran muro, dependiendo de como uno quiera percibirlo, y puede lograr evitar un triunfo, sí, pero también puede alentar a luchar por una meta, una ilusión o simplemente, un sueño.
Ésta decía:
Bruno, si els teus somnis no t’espanten és que no són prou grans
(Bruno, si tus sueños no te asustan, es que no son lo suficientemente grandes)
Thug Life Madafaka. Foto: Bruno Aldrufeu Quiñonero
¡Hasta otra, amigos! ¡Nos vemos en otro post de Taza de Pizarra!
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